Comentario
Muy pocos años después de la llegada de los españoles a las islas del Caribe se iniciaron tanto la exploración como los primeros asentamientos de franceses e ingleses (y, más tarde, holandeses) en las costas de América del Norte, aunque durante los primeros cien años eran aún núcleos muy reducidos. Ya en el siglo XVII, la llegada de una constante corriente migratoria desde el Viejo Continente produjo muy notables y trascendentales transformaciones en el paisaje demográfico, económico, urbano y cultural de los territorios que bordeaban el Atlántico desde la península de Florida hasta la de Labrador. Pero será en los dos primeros tercios del siglo XVIII cuando esas transformaciones adquieran un carácter espectacular: se dobló entre 1700 y 1763 el área geográfica de las colonias británicas hasta alcanzar unos 700.000 kilómetros cuadrados y la población se multiplicó por ocho hasta rebasar la cifra de 2 millones de habitantes, lo que supone la elevadísima tasa de crecimiento anual del 3 por 100, cifra que muy pocas veces se ha dado en la historia. (Entre ellos, la población esclava, que también había crecido profusamente: los 70.000 negros de 1720 eran 350.000 en los años sesenta.) Cambió, asimismo, el lugar de procedencia de muchos de estos hombres y si hasta 1700 llegaban de Inglaterra en su gran mayoría, a lo largo del siglo XVIII fueron decenas de miles los alemanes, holandeses, escandinavos, irlandeses, escoceses, galeses, hugonotes franceses y suizos quienes llegaron a los puertos de Virginia, Georgia, Pennsylvania o Maryland, dejando en minoría a los oriundos de Inglaterra, aunque éstos siguieron conservando un papel preponderante en la vida económica, social y política de las colonias. La principal razón de este cambio cualitativo estaba, precisamente, en la actitud restrictiva que Londres comenzó a aplicar; siguiendo las doctrinas poblacionistas-mercantilistas vigentes que consideraban el aumento de población como una inequívoca muestra de vigor económico y salud política del Estado, las autoridades pusieron trabas a la salida de las islas de gentes honradas, si bien enviaban a las colonias a todo tipo de "indeseables a la Corona" (vagos, pobres, presos políticos). A esta fortísima corriente migratoria se unió otro factor positivo para el desarrollo demográfico de América del Norte: la sorprendentemente baja tasa de mortalidad de esas comunidades. Apenas se dieron hambrunas ni epidemias y la alta productividad de la agricultura permitió mejorar la dieta de los todavía súbditos de la Corona inglesa, que vivían más años y estaban en general mejor alimentados que los propios habitantes de la metrópoli, y que el resto de los europeos.